Siempre me he dedicado a la fotografía
urbana, con fijaciones distintas y en ciudades diferentes, y he visto con
interés cómo iba creciendo y evolucionando el arte urbano. Tuve la
gran suerte de disfrutar de algunos “banskies” recién horneados
cuando vivía en Londres y de ser testigo del comienzo del “bombing”
en Poblenou (Barcelona). De nuevo instalada en València, me he
entregado fascinada al arte urbano, “vandalismo” que me invita a
la pausa y a la observación del sumidero urbano donde vivo, tan
igual pero tan diferente al resto. Retrato compulsivamente estas piezas
callejeras que voy descubriendo en mis idas y venidas, junto con el
pavimento, las aceras, las paredes, los cables, las farolas, las
señales, las alcantarillas, los desconchados, los balcones, las
luces, las sombras, la ausencia de lluvia, el verde que se impone en
las grietas, las higueras de solar, los números, los nombres de las
calles, los bajos en alquiler, las persianas, las puertas, los viejos
barrios ocre, los nuevos, ocre y gris. Defino este código de barras
local para mi uso y disfrute, sin ánimo de nada más, asumido como
tengo ya desde hace mucho que la figura del “Fotógrafo” ha
desaparecido en este nuevo mundo de clic fácil.
Los grafitis de mi infancia, muy
acordes con los tiempos, eran rancios, aburridos, monocromos,
politizados, austeros y muy poco estéticos. Simples pintadas,
parrafadas, textos negros o como mucho rojos, que rezaban:
“Viva Cristo Rey”,
“Viva ETA”,
“Viva Franco”,
“ETA mata”,
“Muerte a los rojos”,
“Estatut d'Autonomia”,
“Reino de Valencia”,
“Pais Valencià”,
“Som valencians, no
catalans”...
Esbásticas, yugos y flechas y otros
símbolos fascistas, hoces y martillos, aes anarquistas, alguna polla
garabateada y poco más. Eran años de transición, de mucho “gris”,
muchas hostias, mucho correr para que no te hincharan a porrazos.
Tiempos politizados con inquietudes muy locales, el mundo aún no era
“global”, España menos y València menos. Más tarde las
reivindicaciones se ampliaron a “OTAN no, bases fuera” o a
“Nucleares no, gracias” que ya era síntoma inequívoco de que
los problemas “crecían”, se hacían más universales.
En los 80' llegaron el rap y el boom
grafitero neoyorquino y esa estética callejera caló. En los
suburbios, en los callejones y en los túneles peatonales empezaron a
aparecer firmas, más o menos afortunadas, aderezadas con olor a
orina, oscuridad y jeringas. El grafiti y la sordidez iban de la mano
y ese malestar contribuyó a convertirlo no solo en una forma de
expresión ilustrativa de una sociedad y de una época, sino en un
lenguaje reivindicativo.
En un mundo con 6000 millones de
habitantes, de control casi absoluto, de exacerbado consumo y
enajenación del entorno (donde el ser humano deja de desenvolverse
en un medio natural, olvida su naturaleza animal y delega su
supervivencia a un sistema anti-natura), el individuo, el ciudadano,
pinta bien poco, a no ser que pinte las paredes. La producción en
masa, la sobreproducción, la proliferación de productos gráficos,
el desarrollo de nuevas técnicas y productos más duraderos, su abaratamiento, su accesibilidad; la
cultura de la imagen, el ocio, el paro, el aburrimiento, la capacidad
creativa adquirida gracias al bombardeo visual infinito y la
incapacidad de hacerse oír por otros medios, han contribuido a que
el arte urbano haya proliferado como las setas en un bosque lluvioso.
En este mundo globalizado, en el que cada vez las ciudades son más
iguales (las mismas multinacionales las decoran y moldean: mismo
mobiliario urbano, mismas empresas, mismas tiendas, mismos objetivos
ultra-capitalistas), por el que es tan fácil moverse digital y
analógicamente compartiendo ideas y estéticas y en el que
repetición y copia están a la orden del día, todos tenemos algo
que decir y el anonimato es tanto forzoso (¿qué voz destaca entre
tantas almas peregrinas?), como voluntario ˗y en muchos casos
necesario para no acabar en la trena: leyes “mordaza” varias y
medidas antiterroristas convenientemente utilizadas por unos estados
cada vez más todopoderosos y omnipresentes.
El grafiti, arte urbano, street art,
o como queráis llamarlo, viene a reventar, a airear, este
espacio urbano, cuadriculado, pre-escrito ˗y
prescrito˗ y establecido. Profana la propiedad
privada, invade el espacio público, sin pagar impuestos, sin orden
ni concierto, con unos valores estéticos no establecidos ˗o
al menos no institucionalizados˗,
reivindica, hace pública, la voz de un individuo (anónimo) que,
alejado de competitividades, difunde un mensaje (efímero)
proporcionando placer o disgusto visual, según quien lo juzgue. Para
mí, supone la última y única expresión de libertad y subversión
que le queda al “ciudadano” (gracioso vocablo unión de “ciudad”
y “ano”), constreñido a reglas, normas, fealdad, masas,
contaminación, ruido y artificialidad infinita. La “Palabra” ha
dejado de ser importante porque su interpretación, o el protagonismo
que busca el que la pronuncia, la corrompe. Hoy, la irreverencia, la
reivindicación, la protesta, la rebeldía, la transgresión, la
libertad y la estética se expresan en las paredes de nuestras
calles.
El grafiti no se vende, se impone. Esta
es otra característica invasora, democratizante, anárquica y
tiránica del grafiti. Los artistas urbanos nos regalan y nos imponen
su arte. Piezas sublimes y horrendas ocupan el mismo espacio, con los
mismos derechos. Solo el que ve juzga, ni salas de exposiciones ni
galeristas ni intermediarios, sin filtros, el observador elije, gusta
o abomina bajo su propio criterio estético, lo cual es tremendamente
subversivo. El público que tiene acceso a la obra no la busca, se da
de bruces con ella porque está en su camino: tremendamente
filosófico. El tiempo, el espacio y la acción de los elementos
trasformarán la obra a su antojo, sin intervención restauradora ni
salas con humedad ambiente controlada: tremendamente romántico. No
tiene un objetivo económico: tremendamente revolucionario.
El arte callejero confiere al paisaje
urbano un valor añadido. Los artistas que configuran el estilo del
arte urbano de cada ciudad la hacen descubrirse a sí misma,
definirse, consiguen convertir la ciudad en un lienzo casi infinito
que obliga a detenerse y reflexionar al contemplarlo. Cada grieta,
cada persiana, las piedras góticas, el hormigón, el hierro oxidado,
puertas grandes, pequeñas, la poca madera que queda, el horrendo
mobiliario urbano ˗el
mismo que verás en Madrid, París o Londres˗
vandalizado, mancillado, desacralizado. Las persianas, las
aceras, los escaparates, los balcones, los vanos de las puertas, se
convierten en marcos improvisados de obras maestras y truños.
Revitaliza estas ciudades decadentes e inhumanas, es el contrapunto a
tanta cuadrícula, a tanto reordenamiento politizado, irracional,
capitalista, feo, poco amable y embellece el hormigón y el asfalto.
Pero nada es perfecto. Habrá muchos
que estén en absoluto desacuerdo conmigo, que podrán aducir cientos
de razones para contradecir mis argumentos y seguro que tendrán
parte de razón. Por lo que a mí respecta, lo único que me preocupa
del arte urbano, grafiti o arte callejero, es lo contaminantes y
tóxicos que son los materiales que emplea. Resulta contradictorio
que un arte tan subversivo dependa de productos derivados del
petróleo, ese gran monstruo, pilar fundamental de este sistema
obsoleto, sucio y abusador. Puede que sea este el motivo de que el
pasteup esté cada vez más presente en nuestras calles,
cuanto más sencillo y con menos tintas, mejor. Ya hay artistas
produciendo “grafiti verde” (utilizando materia orgánica como
pintura), evidentemente mucho más efímero, o “grafiti invertido”
(pintar una pared sucia a base de limpiarla)... Todo se andará.
Título: "Rush"
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