lunes, 12 de junio de 2017

¿Por qué grafiti?

Siempre me he dedicado a la fotografía urbana, con fijaciones distintas y en ciudades diferentes, y he visto con interés cómo iba creciendo y evolucionando el arte urbano. Tuve la gran suerte de disfrutar de algunos “banskies” recién horneados cuando vivía en Londres y de ser testigo del comienzo del “bombing” en Poblenou (Barcelona). De nuevo instalada en València, me he entregado fascinada al arte urbano, “vandalismo” que me invita a la pausa y a la observación del sumidero urbano donde vivo, tan igual pero tan diferente al resto. Retrato compulsivamente estas piezas callejeras que voy descubriendo en mis idas y venidas, junto con el pavimento, las aceras, las paredes, los cables, las farolas, las señales, las alcantarillas, los desconchados, los balcones, las luces, las sombras, la ausencia de lluvia, el verde que se impone en las grietas, las higueras de solar, los números, los nombres de las calles, los bajos en alquiler, las persianas, las puertas, los viejos barrios ocre, los nuevos, ocre y gris. Defino este código de barras local para mi uso y disfrute, sin ánimo de nada más, asumido como tengo ya desde hace mucho que la figura del “Fotógrafo” ha desaparecido en este nuevo mundo de clic fácil.

Los grafitis de mi infancia, muy acordes con los tiempos, eran rancios, aburridos, monocromos, politizados, austeros y muy poco estéticos. Simples pintadas, parrafadas, textos negros o como mucho rojos, que rezaban:

“Viva Cristo Rey”,
“Viva ETA”,
“Viva Franco”,
“ETA mata”,
“Muerte a los rojos”,
“Estatut d'Autonomia”,
“Reino de Valencia”,
“Pais Valencià”,
“Som valencians, no catalans”...

Esbásticas, yugos y flechas y otros símbolos fascistas, hoces y martillos, aes anarquistas, alguna polla garabateada y poco más. Eran años de transición, de mucho “gris”, muchas hostias, mucho correr para que no te hincharan a porrazos. Tiempos politizados con inquietudes muy locales, el mundo aún no era “global”, España menos y València menos. Más tarde las reivindicaciones se ampliaron a “OTAN no, bases fuera” o a “Nucleares no, gracias” que ya era síntoma inequívoco de que los problemas “crecían”, se hacían más universales.

En los 80' llegaron el rap y el boom grafitero neoyorquino y esa estética callejera caló. En los suburbios, en los callejones y en los túneles peatonales empezaron a aparecer firmas, más o menos afortunadas, aderezadas con olor a orina, oscuridad y jeringas. El grafiti y la sordidez iban de la mano y ese malestar contribuyó a convertirlo no solo en una forma de expresión ilustrativa de una sociedad y de una época, sino en un lenguaje reivindicativo.

En un mundo con 6000 millones de habitantes, de control casi absoluto, de exacerbado consumo y enajenación del entorno (donde el ser humano deja de desenvolverse en un medio natural, olvida su naturaleza animal y delega su supervivencia a un sistema anti-natura), el individuo, el ciudadano, pinta bien poco, a no ser que pinte las paredes. La producción en masa, la sobreproducción, la proliferación de productos gráficos, el desarrollo de nuevas técnicas y productos más duraderos, su abaratamiento, su accesibilidad; la cultura de la imagen, el ocio, el paro, el aburrimiento, la capacidad creativa adquirida gracias al bombardeo visual infinito y la incapacidad de hacerse oír por otros medios, han contribuido a que el arte urbano haya proliferado como las setas en un bosque lluvioso. En este mundo globalizado, en el que cada vez las ciudades son más iguales (las mismas multinacionales las decoran y moldean: mismo mobiliario urbano, mismas empresas, mismas tiendas, mismos objetivos ultra-capitalistas), por el que es tan fácil moverse digital y analógicamente compartiendo ideas y estéticas y en el que repetición y copia están a la orden del día, todos tenemos algo que decir y el anonimato es tanto forzoso (¿qué voz destaca entre tantas almas peregrinas?), como voluntario ˗y en muchos casos necesario para no acabar en la trena: leyes “mordaza” varias y medidas antiterroristas convenientemente utilizadas por unos estados cada vez más todopoderosos y omnipresentes.

El grafiti, arte urbano, street art, o como queráis llamarlo, viene a reventar, a airear, este espacio urbano, cuadriculado, pre-escrito ˗y prescrito˗ y establecido. Profana la propiedad privada, invade el espacio público, sin pagar impuestos, sin orden ni concierto, con unos valores estéticos no establecidos ˗o al menos no institucionalizados˗, reivindica, hace pública, la voz de un individuo (anónimo) que, alejado de competitividades, difunde un mensaje (efímero) proporcionando placer o disgusto visual, según quien lo juzgue. Para mí, supone la última y única expresión de libertad y subversión que le queda al “ciudadano” (gracioso vocablo unión de “ciudad” y “ano”), constreñido a reglas, normas, fealdad, masas, contaminación, ruido y artificialidad infinita. La “Palabra” ha dejado de ser importante porque su interpretación, o el protagonismo que busca el que la pronuncia, la corrompe. Hoy, la irreverencia, la reivindicación, la protesta, la rebeldía, la transgresión, la libertad y la estética se expresan en las paredes de nuestras calles.

El grafiti no se vende, se impone. Esta es otra característica invasora, democratizante, anárquica y tiránica del grafiti. Los artistas urbanos nos regalan y nos imponen su arte. Piezas sublimes y horrendas ocupan el mismo espacio, con los mismos derechos. Solo el que ve juzga, ni salas de exposiciones ni galeristas ni intermediarios, sin filtros, el observador elije, gusta o abomina bajo su propio criterio estético, lo cual es tremendamente subversivo. El público que tiene acceso a la obra no la busca, se da de bruces con ella porque está en su camino: tremendamente filosófico. El tiempo, el espacio y la acción de los elementos trasformarán la obra a su antojo, sin intervención restauradora ni salas con humedad ambiente controlada: tremendamente romántico. No tiene un objetivo económico: tremendamente revolucionario.

El arte callejero confiere al paisaje urbano un valor añadido. Los artistas que configuran el estilo del arte urbano de cada ciudad la hacen descubrirse a sí misma, definirse, consiguen convertir la ciudad en un lienzo casi infinito que obliga a detenerse y reflexionar al contemplarlo. Cada grieta, cada persiana, las piedras góticas, el hormigón, el hierro oxidado, puertas grandes, pequeñas, la poca madera que queda, el horrendo mobiliario urbano ˗el mismo que verás en Madrid, París o Londres˗ vandalizado, mancillado, desacralizado. Las persianas, las aceras, los escaparates, los balcones, los vanos de las puertas, se convierten en marcos improvisados de obras maestras y truños. Revitaliza estas ciudades decadentes e inhumanas, es el contrapunto a tanta cuadrícula, a tanto reordenamiento politizado, irracional, capitalista, feo, poco amable y embellece el hormigón y el asfalto.

Pero nada es perfecto. Habrá muchos que estén en absoluto desacuerdo conmigo, que podrán aducir cientos de razones para contradecir mis argumentos y seguro que tendrán parte de razón. Por lo que a mí respecta, lo único que me preocupa del arte urbano, grafiti o arte callejero, es lo contaminantes y tóxicos que son los materiales que emplea. Resulta contradictorio que un arte tan subversivo dependa de productos derivados del petróleo, ese gran monstruo, pilar fundamental de este sistema obsoleto, sucio y abusador. Puede que sea este el motivo de que el pasteup esté cada vez más presente en nuestras calles, cuanto más sencillo y con menos tintas, mejor. Ya hay artistas produciendo “grafiti verde” (utilizando materia orgánica como pintura), evidentemente mucho más efímero, o “grafiti invertido” (pintar una pared sucia a base de limpiarla)... Todo se andará.

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Título: "Rush"


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