Infoxicada y perdida
...ahogando en bits las penas digitales y analógicas
lunes, 8 de julio de 2019
Contra las jaurías
La violencia es el precio que históricamente pagamos las mujeres por la libertad. Nuestras madres y abuelas solo entraban a un bar para fregar suelos de rodillas o para ejercer de putas, también de rodillas. Mi abuelo paterno era hombre de darle a la piporra y mi iaia enviaba a mi padre niño para sacarlo de la taberna e ir a cenar, no estaba bien visto que una mujer entrara. Eran los años '30, en los que las prostitutas eran "les xiques que fumen".
Guardo muchos recuerdos de infancia de rechazo y humillación por "invadir" los espacios masculinos "naturales" como recres o billares (que además pronto aprendí que eran reductos de homoerotismo y chaperismo). Cualquier niña de mi generación que no fuera una sumisa amedrentada por el rosario de su madre, por Elena Francis, o por la correa de su padre, sintió miles de rechazos en miles de espacios "masculinos". Mis amiguitos varones con los que jugaba en la calle y con los que aprendí a socializar, perdieron la inocencia como yo, a base de situaciones desagradables. La primera reacción de mis amiguitos era rechazar mi rechazo, defenderme, incluirme, pero con el tiempo se sumaban al juego y empezaban a utilizar ese rechazo, esa soberanía masculina, contra mí. El sino de cualquier "chicote" o "marimacho" (finezas con las que se calificaba a las niñas que jugábamos al fútbol), era el de vivir la pubertad en tierra de nadie. Llegabas a una edad en la que ni las chicas ni los chicos te querían.
Pero no hace falta tampoco hacer un viaje en el tiempo. En mi barrio, sin ir más lejos, aún hay tres o cuatro bares en los que solo entran hombres. No, no son maricas. Son hombres muy hombres y mucho hombres. Por lo general, alcohólicos, descuidados, chillones, cotillas, babosos y fachas. Son bares que todos conocemos, típicos nidos de víboras testosterónicas en los que no entrarías ni a mear por el tufo a callo rancio y cazalla. También en mi barrio hay algún que otro parque de estos con aparatos musculadores, buen reducto de testosterona anabolizada y desneuronada, con o sin pitbull. El gaznate y el músculo siguen siendo grandes escuelas de hombría.
Las jóvenes de hoy siguen pagando cara su libertad porque un puñado de psicópatas quieren seguir disfrazando sus problemas mentales, frustraciones y carencias de masculinidad, y ya está bien. Cada nueva agresión es un nuevo insulto a las mujeres y los hombres que queremos un mundo libre, justo e igualitario y debemos gritarlo a los cuatro vientos.
sábado, 8 de junio de 2019
La bicicleta ha llegado para quedarse
A mi padre le llamaban Fili de niño, Filigrana, por lo habilidoso que era con la bicicleta. Él me enseñó a montar en bici. Lo hizo con tal pasión que en un día ya iba yo costera amunt, costera avall, como una loca con aquella BH pesadísima, dos veces mi talla. Quien ama o amó la bici conoce la emoción que provoca empezar a rodar, esa primera pedalada que te impulsa hacia delante, ese pequeño esfuerzo con recompensa inmediata que te anima a seguir. Nunca he dejado de montar en bicicleta, de utilizarla como medio de transporte, en unas épocas más que en otras, dependiendo del momento vital.
De vuelta en València me acostumbré a ir andando o, si la distancia o la situación lo requería, en moto, pero hace unos ocho meses me picó la curiosidad y me animé a disfrutar del lujo del carril bici. Lo beneficioso que este cambio ha resultado para mi estado de ánimo no deja de sorprenderme. Por un lado, ya tengo una edad y alergia crónica al ejercicio físico, con lo cual al exceso de grasa se le suman los entumecimientos muscular, articular y óseo generalizados, e introducir un esfuerzo físico extra me ha venido de perlas —no he perdido ni un gramo pero me encuentro fuerte y ágil. Por otro lado, recuperar el placer de ir en bici, comulgar con el juguete, sentir esa extensión de tu cuerpo hecha de hierro en movimiento, revivir tu tú misma que es la infancia, me llena de alegría.
Pero el verdadero plus que desde mi punto de vista aporta la manera en que se ha dispuesto el carril bici en València es la interacción humana entre la gente que transita la ciudad. Cuando voy andando voy a mi bola, no me fijo en la gente, no interactúo con ella, no estoy pendiente de adónde va o de dónde viene; sin embargo, cuando voy en bici dejo de ser invisible, interactúo, mantengo contacto visual, presencia física, incluso conversación. ¿Existe esta comunicación cuando vas sola aferrada al volante?, ¿te sientes conciudadana, parte del espacio, de la sociedad?, ¿existes más allá de las cuatro paredes de cristal? A poco honesta que seas, la respuesta es “no”. La bicicleta es un grano en el culo para los poderes establecidos. El conveniente culto al coche no solo beneficia económicamente a la industria automovilística, a las grandes petroleras y al sistema macro económico que en ellas se sustenta, sino que además alimenta ese individualismo exacerbado tan necesario para la alienación, de la que tanto hablaron Marx y los marxistas y que tanto negaron los anti marxistas que parece que el concepto haya quedado obsoleto o vacío de contenido, pero no, absolutamente no.
La implantación del carril bici ha generado una gran controversia. Hay una serie de efectos inmediatos y objetivos —disminución del tráfico y de la contaminación tanto ambiental como acústica y mejora de la salud física y mental de los ciclistas— que sus detractores detestan y niegan vehementes, tanto, que incluso te increpan, te pitan, cruzan kamikazes por delante de ti —esto pasa mucho en la calle Colón, los vecinos de la zona están muy quemados por no poder dejar sus coches de dos toneladas aparcados en doble fila y te lo hacen saber con su actitud.
A pesar de todo, tengo la firme esperanza de que esta absurda sinrazón pasará y la evidencia del cambio climático animará a los estúpidos a aparcar sus mórbidos tanques de una vez por todas. Espero que no sea tarde.
A pesar de todo, tengo la firme esperanza de que esta absurda sinrazón pasará y la evidencia del cambio climático animará a los estúpidos a aparcar sus mórbidos tanques de una vez por todas. Espero que no sea tarde.
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martes, 20 de marzo de 2018
El avaro, un poema de Concha Zardoya
La figura del avaro es recurrente en la literatura universal: del teatro chino al grecolatino pasando por la Biblia, hasta Dante y Molière. El avaro es atemporal, la avaricia permanece, sobrevive saludable y miserable. El avaro es mezquino, indigno, maligno, a la vez humano e inhumano. El avaro fomenta un tipo de sociedad detestable, una sociedad regida por las motivaciones de siempre: dinero y poder. La vigencia del avaro como motivo humano, vital, social y poético es igual de potente hoy que hace miles de años. Así, este poema de Concha Zardoya resulta clásico y fresco a la vez, además de contundente y apasionado.
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Concha Zardoya nació en Valparaíso, Chile, en 1914, de padres españoles. Formó parte de lo que vino a denominarse “Poesía Social” en la España de posguerra. Murió en Majadahonda, Madrid, en 2004.
Esta gran poeta, ensayista, traductora (la primera en traducir al español la obra de Whitman), guionista, escritora de relatos, con una importante y larga trayectoria académica (enseñó en diversas universidades norteamericanas: Tulane, California, Yale, Indiana, Columbia y Massachussets) es una de las grandes olvidadas en los libros de texto. Su obra está mayoritariamente descatalogada, así que resulta difícil descubrirla, exceptuando alguna antología u obra relacionada con estudios de género como “Mujer que soy: La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta” de Angelina Gatell, Bartleby Editores, 2007, altamente recomendable.
“Ciudadanos del Reino”, poemario al que pertenece “El Avaro”, fue publicada en Madrid, en 1996, por Endymion, pero la obra de Concha Zardoya es sorprendentemente extensa (sorprendente por lo desconocida).
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lunes, 18 de septiembre de 2017
Eledelibro, un nuevo canal de YouTube
Ando liada con un proyecto que me tiene absorta. Es una canal de YouTube, eledelibro se llama. Un canal que ofrece videocasts dedicados a libros... libros abiertos en canal, libros viejos de biblioteca, libros nuevos de librerías, libros nuestros, libros de bits, libros imaginarios.
Os dejo aquí algunas piezas ya publicadas (dos de los ocho poemas seleccionados de "En las orillas del Sar" de Rosalía de Castro) para que disfrutéis y opinéis, y si os gusta, os suscribáis:
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lunes, 12 de junio de 2017
¿Por qué grafiti?
Siempre me he dedicado a la fotografía
urbana, con fijaciones distintas y en ciudades diferentes, y he visto con
interés cómo iba creciendo y evolucionando el arte urbano. Tuve la
gran suerte de disfrutar de algunos “banskies” recién horneados
cuando vivía en Londres y de ser testigo del comienzo del “bombing”
en Poblenou (Barcelona). De nuevo instalada en València, me he
entregado fascinada al arte urbano, “vandalismo” que me invita a
la pausa y a la observación del sumidero urbano donde vivo, tan
igual pero tan diferente al resto. Retrato compulsivamente estas piezas
callejeras que voy descubriendo en mis idas y venidas, junto con el
pavimento, las aceras, las paredes, los cables, las farolas, las
señales, las alcantarillas, los desconchados, los balcones, las
luces, las sombras, la ausencia de lluvia, el verde que se impone en
las grietas, las higueras de solar, los números, los nombres de las
calles, los bajos en alquiler, las persianas, las puertas, los viejos
barrios ocre, los nuevos, ocre y gris. Defino este código de barras
local para mi uso y disfrute, sin ánimo de nada más, asumido como
tengo ya desde hace mucho que la figura del “Fotógrafo” ha
desaparecido en este nuevo mundo de clic fácil.
Los grafitis de mi infancia, muy
acordes con los tiempos, eran rancios, aburridos, monocromos,
politizados, austeros y muy poco estéticos. Simples pintadas,
parrafadas, textos negros o como mucho rojos, que rezaban:
“Viva Cristo Rey”,
“Viva ETA”,
“Viva Franco”,
“ETA mata”,
“Muerte a los rojos”,
“Estatut d'Autonomia”,
“Reino de Valencia”,
“Pais Valencià”,
“Som valencians, no
catalans”...
Esbásticas, yugos y flechas y otros
símbolos fascistas, hoces y martillos, aes anarquistas, alguna polla
garabateada y poco más. Eran años de transición, de mucho “gris”,
muchas hostias, mucho correr para que no te hincharan a porrazos.
Tiempos politizados con inquietudes muy locales, el mundo aún no era
“global”, España menos y València menos. Más tarde las
reivindicaciones se ampliaron a “OTAN no, bases fuera” o a
“Nucleares no, gracias” que ya era síntoma inequívoco de que
los problemas “crecían”, se hacían más universales.
En los 80' llegaron el rap y el boom
grafitero neoyorquino y esa estética callejera caló. En los
suburbios, en los callejones y en los túneles peatonales empezaron a
aparecer firmas, más o menos afortunadas, aderezadas con olor a
orina, oscuridad y jeringas. El grafiti y la sordidez iban de la mano
y ese malestar contribuyó a convertirlo no solo en una forma de
expresión ilustrativa de una sociedad y de una época, sino en un
lenguaje reivindicativo.
En un mundo con 6000 millones de
habitantes, de control casi absoluto, de exacerbado consumo y
enajenación del entorno (donde el ser humano deja de desenvolverse
en un medio natural, olvida su naturaleza animal y delega su
supervivencia a un sistema anti-natura), el individuo, el ciudadano,
pinta bien poco, a no ser que pinte las paredes. La producción en
masa, la sobreproducción, la proliferación de productos gráficos,
el desarrollo de nuevas técnicas y productos más duraderos, su abaratamiento, su accesibilidad; la
cultura de la imagen, el ocio, el paro, el aburrimiento, la capacidad
creativa adquirida gracias al bombardeo visual infinito y la
incapacidad de hacerse oír por otros medios, han contribuido a que
el arte urbano haya proliferado como las setas en un bosque lluvioso.
En este mundo globalizado, en el que cada vez las ciudades son más
iguales (las mismas multinacionales las decoran y moldean: mismo
mobiliario urbano, mismas empresas, mismas tiendas, mismos objetivos
ultra-capitalistas), por el que es tan fácil moverse digital y
analógicamente compartiendo ideas y estéticas y en el que
repetición y copia están a la orden del día, todos tenemos algo
que decir y el anonimato es tanto forzoso (¿qué voz destaca entre
tantas almas peregrinas?), como voluntario ˗y en muchos casos
necesario para no acabar en la trena: leyes “mordaza” varias y
medidas antiterroristas convenientemente utilizadas por unos estados
cada vez más todopoderosos y omnipresentes.
El grafiti, arte urbano, street art,
o como queráis llamarlo, viene a reventar, a airear, este
espacio urbano, cuadriculado, pre-escrito ˗y
prescrito˗ y establecido. Profana la propiedad
privada, invade el espacio público, sin pagar impuestos, sin orden
ni concierto, con unos valores estéticos no establecidos ˗o
al menos no institucionalizados˗,
reivindica, hace pública, la voz de un individuo (anónimo) que,
alejado de competitividades, difunde un mensaje (efímero)
proporcionando placer o disgusto visual, según quien lo juzgue. Para
mí, supone la última y única expresión de libertad y subversión
que le queda al “ciudadano” (gracioso vocablo unión de “ciudad”
y “ano”), constreñido a reglas, normas, fealdad, masas,
contaminación, ruido y artificialidad infinita. La “Palabra” ha
dejado de ser importante porque su interpretación, o el protagonismo
que busca el que la pronuncia, la corrompe. Hoy, la irreverencia, la
reivindicación, la protesta, la rebeldía, la transgresión, la
libertad y la estética se expresan en las paredes de nuestras
calles.
El grafiti no se vende, se impone. Esta
es otra característica invasora, democratizante, anárquica y
tiránica del grafiti. Los artistas urbanos nos regalan y nos imponen
su arte. Piezas sublimes y horrendas ocupan el mismo espacio, con los
mismos derechos. Solo el que ve juzga, ni salas de exposiciones ni
galeristas ni intermediarios, sin filtros, el observador elije, gusta
o abomina bajo su propio criterio estético, lo cual es tremendamente
subversivo. El público que tiene acceso a la obra no la busca, se da
de bruces con ella porque está en su camino: tremendamente
filosófico. El tiempo, el espacio y la acción de los elementos
trasformarán la obra a su antojo, sin intervención restauradora ni
salas con humedad ambiente controlada: tremendamente romántico. No
tiene un objetivo económico: tremendamente revolucionario.
El arte callejero confiere al paisaje
urbano un valor añadido. Los artistas que configuran el estilo del
arte urbano de cada ciudad la hacen descubrirse a sí misma,
definirse, consiguen convertir la ciudad en un lienzo casi infinito
que obliga a detenerse y reflexionar al contemplarlo. Cada grieta,
cada persiana, las piedras góticas, el hormigón, el hierro oxidado,
puertas grandes, pequeñas, la poca madera que queda, el horrendo
mobiliario urbano ˗el
mismo que verás en Madrid, París o Londres˗
vandalizado, mancillado, desacralizado. Las persianas, las
aceras, los escaparates, los balcones, los vanos de las puertas, se
convierten en marcos improvisados de obras maestras y truños.
Revitaliza estas ciudades decadentes e inhumanas, es el contrapunto a
tanta cuadrícula, a tanto reordenamiento politizado, irracional,
capitalista, feo, poco amable y embellece el hormigón y el asfalto.
Pero nada es perfecto. Habrá muchos
que estén en absoluto desacuerdo conmigo, que podrán aducir cientos
de razones para contradecir mis argumentos y seguro que tendrán
parte de razón. Por lo que a mí respecta, lo único que me preocupa
del arte urbano, grafiti o arte callejero, es lo contaminantes y
tóxicos que son los materiales que emplea. Resulta contradictorio
que un arte tan subversivo dependa de productos derivados del
petróleo, ese gran monstruo, pilar fundamental de este sistema
obsoleto, sucio y abusador. Puede que sea este el motivo de que el
pasteup esté cada vez más presente en nuestras calles,
cuanto más sencillo y con menos tintas, mejor. Ya hay artistas
produciendo “grafiti verde” (utilizando materia orgánica como
pintura), evidentemente mucho más efímero, o “grafiti invertido”
(pintar una pared sucia a base de limpiarla)... Todo se andará.
Título: "Rush"
lunes, 21 de noviembre de 2016
Se abre el telón
El viernes fui al teatro, un teatro "alternativo", una sala de la que no tenía noticia. Iba con poco ánimo, más bien me llevaban, con el cansancio arrastrado de toda la semana y el resfriado ya eterno. No hubiera ido de no ser porque ya tenía entrada. A pesar de que la obra, que era un estreno estreno, no me convenció, lo que experimenté valió la pena (lástima que me venga la horrible canción de Marc Anthony a la cabeza).
Nos sentamos en tercera fila. En las dos primeras filas se instalaron jóvenes perrofláuticos con sus pírsines, sus rastas, sus tatus, sus sonrisas y emociones. Me resultó entrañable. Los observé atenta e hipnotizada, me conmovió, me inspiró ternura, en ellos me veía, veía a amigos y amigas, mi veinteañez, las relaciones excitantes, los deseos, las novedades, las atracciones físicas y mentales, las ganas de verse, de estar, la emoción de los encuentros, las secretas intrigas, el esfuerzo por el comentario acertado, las caiditas de ojos, los gestos ingenuamente sexuales. La juventud se presentaba ante mí palpable, social y universal. En un instante me pasaron mil imágenes de mí misma y de otros, pasajes, historias, tactos, ilusiones, expectativas, comienzos, descubrimientos, juegos engranados en coreografías perfectas de inocencia, curiosidad y deseo. Me invadió una gran ternura, una sensación de pertenencia a un universo plácido de amor y frescura. Fue una sensación intensa y consciente, muy agradable, sin atisbo de nostalgia ni de envidia. Me sentí feliz y me hizo pensar. En algún momento, la humanidad perdió el sentimiento de formar parte de un todo interdependiente, un todo necesario y compatible y empezó a sentir el ansia de ser joven y vivir para siempre, de competir con el destino, de disfrazarse, de negarse. ¿Cuándo lo joven empezó a ser motivo de competencia, rivalidad, negación, quimera y lo viejo motivo de desdén, desprecio, rechazo, aprensión?
Observaba a aquellos tiernos cachorros y pensaba cómo debían vivir los pueblos antiguos (o las tribus modernas que sobreviven al infierno civilizado) y cómo vivimos nosotros, los "black mirrors", los que hemos heredado toda la basurilla del patriarcado, el capitalismo y la religión, los que hemos borrado el instinto animal de nuestros genes (¡qué indefensos nos hemos quedado!), los que no hemos conocido la tradición oral de nuestros sabios y analfabetos predecesores. ¿Cuándo dejamos de vivir en comunidad, en alianza consensuada de supervivencia? ¿Cuándo dejamos de cuidarnos, de apoyarnos, de enseñarnos, de salvarnos, de curarnos? ¿Cuándo dejamos de aprendernos?
Nos sentamos en tercera fila. En las dos primeras filas se instalaron jóvenes perrofláuticos con sus pírsines, sus rastas, sus tatus, sus sonrisas y emociones. Me resultó entrañable. Los observé atenta e hipnotizada, me conmovió, me inspiró ternura, en ellos me veía, veía a amigos y amigas, mi veinteañez, las relaciones excitantes, los deseos, las novedades, las atracciones físicas y mentales, las ganas de verse, de estar, la emoción de los encuentros, las secretas intrigas, el esfuerzo por el comentario acertado, las caiditas de ojos, los gestos ingenuamente sexuales. La juventud se presentaba ante mí palpable, social y universal. En un instante me pasaron mil imágenes de mí misma y de otros, pasajes, historias, tactos, ilusiones, expectativas, comienzos, descubrimientos, juegos engranados en coreografías perfectas de inocencia, curiosidad y deseo. Me invadió una gran ternura, una sensación de pertenencia a un universo plácido de amor y frescura. Fue una sensación intensa y consciente, muy agradable, sin atisbo de nostalgia ni de envidia. Me sentí feliz y me hizo pensar. En algún momento, la humanidad perdió el sentimiento de formar parte de un todo interdependiente, un todo necesario y compatible y empezó a sentir el ansia de ser joven y vivir para siempre, de competir con el destino, de disfrazarse, de negarse. ¿Cuándo lo joven empezó a ser motivo de competencia, rivalidad, negación, quimera y lo viejo motivo de desdén, desprecio, rechazo, aprensión?
Observaba a aquellos tiernos cachorros y pensaba cómo debían vivir los pueblos antiguos (o las tribus modernas que sobreviven al infierno civilizado) y cómo vivimos nosotros, los "black mirrors", los que hemos heredado toda la basurilla del patriarcado, el capitalismo y la religión, los que hemos borrado el instinto animal de nuestros genes (¡qué indefensos nos hemos quedado!), los que no hemos conocido la tradición oral de nuestros sabios y analfabetos predecesores. ¿Cuándo dejamos de vivir en comunidad, en alianza consensuada de supervivencia? ¿Cuándo dejamos de cuidarnos, de apoyarnos, de enseñarnos, de salvarnos, de curarnos? ¿Cuándo dejamos de aprendernos?
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